Por Pedro Armendariz
¿A qué estación va?, dice arisco el taxista, con un tono
ligeramente agresivo, ante mi inicial vacilación al pronunciar el nombre de la
parada del metro. Unión Latinoamericana, le respondo lo antes que puedo, tomando
a mano derecha ahí en la esquina, nos vamos por Sotomayor hasta la Alameda.
Dejando atrás la Plaza Yungay le comento al joven conductor lo
agradable del nombre Unión Latinoamericana, comparado con el de estación Los
Héroes, por ejemplo. No le parece, le pregunto. ¿Y qué le parece a usted?, me
responde de inmediato.
Bueno, le digo, vamos pasando por un barrio donde han
llegado a vivir peruanos, colombianos, ecuatorianos y de otros lados, y me
parece muy bien, y los héroes siempre son un asunto fregado…
Al cruzar la avenida Portales iba yo resaltando que en estos
tiempos las migraciones son una realidad con la que había que convivir de buena
manera. Mire usted la cantidad de chilenos que han estado o están en tal situación,
en un montón de países en el mundo… yo mismo he vivido en el extranjero unos
años…le digo.
Durante la dictadura, entre que afirma y pregunta el
muchacho. Sí, y antes también…
Entre Huérfanos y Erasmo Escala se produce, inesperadamente,
una transformación en mi interlocutor, quien, sin alterar en nada su conducción
avezada, me empieza a contar sin preámbulo que tiene una hermana viviendo en
Madrid y a un hermano que acaba de aterrizar en Santiago el día anterior, debido
al desastre que preside Mariano el
mentiroso en el Reino de España.
Al escucharlo me sorprende la contundencia del contenido que
venía guardando el joven, relacionado con el tema que traíamos entre manos al
menos desde que íbamos por Sotomayor llegando a Compañía, lo mucho que había
tardado en soltarlo, pienso que por cautela, muy extendida en estas tierras. En
otras partes a los taxistas les gusta tomar la palabra, en Chile, casi siempre,
de entrada, optan por callar.
Sin embargo, la sorpresa mayor del trayecto estaba por venir
casi al virar en Alameda hacia el poniente. Al ir el joven taxista relatando sus
avatares familiares, el acento de su castellano fue cambiando paulatinamente, semejante
a una mutación lenta de colores, desde un tono y pronunciamiento chileno de
toda la vida, a un ritmo cantadito bien modulado propio de algún lugar de más
al norte de Suramérica, que no alcancé a dilucidar ni por el que tuve tiempo de
preguntar, dados los pocos metros que restaban para poner pie en la estación
Unión Latinoamericana, al llegar a calle Libertad. No había tiempo para más, sólo
atiné a agradecer el viaje y desearle mucha suerte por estos pagos al raudo
conductor.
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