Por Pedro Armendariz
Una sola vez vi a Carlos Altamirano, a la distancia. Nosotros,
un grupo de amigas y amigos en lo alto de la galería, él en la cancha. Un acto en
el Palau Blaugrana de Barcelona, conmemorando el 70 aniversario del nacimiento
del presidente Salvador Allende.
La sorpresa de
reconocer a Altamirano cuando venía entrando, sin haber sido anunciada su
presencia, como uno más, caminando tranquilamente, no fue nada al ver que el
tipo que lo llevaba del brazo, en perfecta cordialidad y armonía, a pesar de
llegarle poco más arriba del ombligo al procer, era el entrañable profesor Natalio
Andrade.
Ya tenía yo una larga historia con el buen Natalio. Lo
conocí al ser nuestro profesor de Física en el colegio. Llegó a mediados del
año 69 en reemplazo del titular, contratado inesperadamente por una
universidad.
Ingresó a la sala acompañado del rector. Bajito, rozagante con unos kilos demás, terno oscuro, camisa blanca y corbata, del brazo izquierdo colgando un abrigo azul.
El rector, tras una mínima presentación, se retiró. Natalio
se acercó al escritorio y dejó con cuidado el abrigo en el respaldo de la
silla. Apoyó las dos manos sobre la mesa con los brazos estirados, e
inclinándose hacia adelante, nos dirigió sus primeras palabras: “¿Muchachos,
dónde está el baño?”.
A partir de ahí tuvimos claro que las clases de física serían
festivas. Era tal, a veces, el relajo en desarrollo, que hubo que darle un punto
de organización, inventando una contraseña para llamar al orden ante la
cercanía del prefecto, el rector o algún soplón: ¡Átomo! gritaba el primero en
advertir el peligro.
A Natalio, de vez en cuando, le gustaba contar algún chiste.
Recuerdo uno. Viajó el presidente Jorge Alessandri a Ecuador en visita oficial.
Aterrizó en Guayaquil, donde lo estaba esperando su colega Carlos Julio
Arozamena, oriundo de aquella ciudad. Hacía un calor, como es costumbre en la
capital del Guayas, pegajoso y abrumador. Alessandri no hace más tocar tierra y
se le abalanza un hombre alto y fornido, lo abraza efusivamente alargando un
brazo y una mano hasta el poto del recién llegado y le dice: “Bienvenido mi
mariconcito”.
Habiendo vivido después en Ecuador, y escuchado anécdotas de
quien para ellos es simplemente Carlos Julio, no está descartado que el
chistecito de Natalio tenía algo de verdad.
Y fue en Quito donde, estudiando en la universidad el año 71,
me entero que viene de gira Inti Illimani. En el centro de alumnos acogieron la
idea de invitarlos a dar un concierto.
Partí a le embajada
de Chile, que en esos años ocupaba una casona hermosa frente al parque del
Ejido. Entrando pregunto por el agregado cultural, y me indican que es el señor
aquel que está de espaldas al fondo del salón. Me acerco, lo llamo por su
cargo, se da vuelta, y ahí está Natalio Andrade: ¡Armendariz!, gritó cuando me
vio y me hizo pasar a su oficina.
Expeditivo, me dio la dirección del hostal donde se iban a
alojar los músicos, lo mejor es que te entiendas con ellos directamente. De
paso, cuando supo que estaba como representante de los alumnos en la junta de
facultad, me pidió que le orientara porque quería estudiar economía.
Estaba en Quito gracias al cuoteo de los partidos de
gobierno, él, entonces, era del partido Radical que formaba parte de la Unidad
Popular.
El concierto de los Inti, dicho sea de paso, fue un
acontecimiento notable. Andaban en una gira por varios países suramericanos
como teloneros de la visita que hizo a ellos por esos días el presidente
Allende.
La última vez que vi al profesor en Quito fue un día que iba
caminando por la calle 9 de Octubre y me llaman desde un auto detenido ante un
semáforo. Al volante Natalio que a toda voz antes de arrancar me pregunta: ¿Qué
te parece el autito que me compré?!!!
A los pocos días una nueva sorpresa con Natalio. En el
diario El Comercio leo en la mañana un gran aviso pagado y encuadrado
del ministerio de Relaciones Exteriores, que declara persona non grata a mi
viejo profesor, y exige que abandone el país.
El pecado de Natalio había sido que, sin acuerdo con el
gobierno del entonces dictador José María Velasco Ibarra, agendó una
visita del presidente Allende a la Universidad Central para reunirse en
asamblea con los estudiantes, en el primer bastión de la oposición de izquierda
al gobierno del loco, apelativo que disfrutaba el viejo caudillo, verdadera inspiración a comienzos del siglo XXI del aprendiz Rafael Correa.
El 78 en el Palau, en el recuerdo a Allende, no hablé con mi
profesor. Un par de años más tarde, bajando las escaleras del Metro en la
rambla de Catalunya viene subiendo Natalio. De inmediato me hizo dar la vuelta
e invitó a almorzar a su casa para presentarme a la familia, señora y una hija. Trabajaba vendiendo libros de editoriales barcelonesas, viajando con
frecuencia a Suramérica.