Por Pedro Armendariz
Mientras veo el pimpón noticioso sobre La Haya recuerdo un viaje de
hace años en bus directo entre Lima y Tumbes. Partimos de Lima a las dos
de la tarde en un flamante Volvo de transportes Ormeño. A bordo, sorprendentemente, sólo cuatro
pasajeros y dos conductores. A poco andar nos pusimos a conversar con el otro
pasajero que viajaba solo, un criador de camarones de las afueras de Tumbes que
lo hacía en bus por temor al avión. Al resto del pasaje, una pareja que optó
por un retiro silencioso al fondo de la cabina, no lo volvimos a ver hasta la
mañana siguiente. Con el camaronero íbamos sentados en primera fila a ambos
lados del pasillo hablando tranquilamente de historias pasadas y realidades
presentes. La cercanía con los conductores transformó la
charla en asunto de cuatro ya antes de terminar de salir del atochamiento vehicular limeño. A los
peruanos les encanta la música, los conductores viajaban con sus
casetes de música del país, Luchita Reyes y Zambo Cavero entre otros. Yo andaba
con uno de Los Jaivas que llevaba de regalo a Hugo Idrovo y Héctor Napolitano en Quito. Escuchamos José Antonio, Regresa, Sube a
nacer conmigo hermano, Todos Juntos atravesando el desierto costeño peruano. Ormeño mantenía en
aquellos tiempos, y espero que siga así, un respeto sin fisuras a la tradición en
un viaje de largo aliento, consistente en detenerse en torno a una hora a comer
y descansar en lugares señalados del camino. Al menos tres veces nos sentamos a
la mesa, la última a las cinco de la mañana y así llegar tranquilos a desayunar
a Tumbes a las ocho. He visto con los años que los profesionales de la
carretera, partiendo por los camioneros, disfrutan el comer hasta el punto de convertir
cada ocasión en una celebración. En aquel viaje compartimos y celebramos la
mesa los cuatro desconocidos en cada uno de los tres restaurantes de la Panamericana.
Conversando, estuvimos de acuerdo en que la integración entre
nosotros, además de necesaria, es placentera.
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