martes, 7 de abril de 2009

HOMENAJE A DON CAIPA

Por Pedro Armendariz


Es difícil que en Iquique le hagan un homenaje o reconocimiento público a José Caipa. Si llegase a ocurrir tal cosa, él no lo aceptaría, no entendería de lo que le están hablando, pues si algo no ha soñado ni querido en esta vida, son homenajes.

Su amor inclaudicable al mar y el espíritu libertario que lo anima, justifican tal reconocimiento comunitario. Mientras tanto, y desde hace muchos años, todos lo conocen como Don Caipa, subrayando un don que no es gratuito ni formal.

Don Caipa, que andará por los setenta años, vive y trabaja en la Caleta Cavancha de pescadores artesanales de Iquique. Pilotando con habilidad su pequeño bote va y viene entre el muelle y las embarcaciones pesqueras, trasladando personas y bultos, aparejos, alimentos, combustibles.

La Caleta Cavancha pertenece en concesión a un sindicato de pescadores artesanales. Está ubicada en el corazón del sector urbano más caro de la ciudad de Iquique, la Península de Cavancha. Ciegos e indiferentes al valor de la existencia y presencia histórica de los pescadores en aquel lugar, empresarios inmobiliarios y turísticos de última hora han intentado en diferentes momentos, sin éxito, desalojarlos de allí.

Don Caipa es un hombre solitario. Trabaja y aloja en la Caleta Cavancha, tiene en ella su vivienda. El es hombre de mar, un pescador. Lo conocimos gracias a Luis Gavilán, músico, cocinero y escritor tarapaqueño, su amigo.

Almorzando juntos una cazuela de pescado en el comedor de la caleta, Don Caipa se explaya contando la historia del desastre del mar del norte de Chile, nombrando de paso al menos quince especies de peces y otras tantas de mariscos que han desaparecido desde que, a principios de los años sesenta, hicieron su infausta aparición por la zona las gigantescas empresas de pesca industrial, faenadoras de harina de pescado.

Aprovechando uno de los breves momentos de silencio que intercala José Caipa en el relato, interrumpo para decirle que estoy plenamente de acuerdo con lo que está diciendo. Para mi sorpresa, airado me responde: "¡¡Y a mí qué me importa que usted esté de acuerdo conmigo!!". Yo callo y me siento igual que cuando niño recibía una reprimenda. Está claro que Don Caipa no necesita que alguien, en este caso un desconocido, le lleve el amén para decir su verdad.

Al escuchar hablar a Don Caipa se vislumbra tras sus palabras la maravilla de aquel mar que sus ojos plenos de asombro conocieron cuando era un muchacho de onces años. Hasta entonces había vivido en el interior de la provincia de Iquique, entre la pampa, las quebradas y el altiplano.

El primer golpe brutal de su vida lo sufrió Don Caipa con la llegada de la pesquería industrial a Iquique, y su devastación ecológica. El segundo golpe vino de la mano despiadada de los militares del país. En el momento en que décenas de miles de víctimas partían al destierro, Don Caipa también lo hizo, pero su destino no fue una tierra extranjera de acogida, sino las aguas del Oceáno Pacífico.

Vivió Don Caipa cinco años en el mar, habitando en un bote, instrumento de trabajo y casa. Cinco años sin pisar tierra, acercándose cada mañana a la costa para, desde la embarcación, vender la pesca que hubiese a unos comerciantes que en un camión recorrían las caletas situadas al sur de Iquique. Recibía ahí mismo las compras de alimentos y otras cosas necesarias que encargaba.

Don Caipa eligió subir a su bote y alejarse del horror desatado en tierra. No le gusta hablar de aquellos años, pero conociéndolo un poco es fácil comprender que los motivos de su actitud tuvieron que ver con el respeto a sí mismo, y con el amor que tiene aún hoy a este maltratado Chile.

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